El origen de la palabra diamante proviene del griego adamas, adamantis, que se puede traducir como el adjetivo ‘invencible’. El término se compone de una raíz indoeuropea, dam, que significa ‘someter’ y de un prefijo de negación, a. Con ambos elementos se hace referencia directa a la dureza de esta piedra preciosa, es decir, ‘que no se doblega’. De hecho, el diamante está considerado como el material más resistente sobre la faz de la Tierra. Ello se debe, básicamente,  a que los átomos de carbono (el elemento indispensable para la vida) que lo componen están dispuestos en forma de una red cristalina.

Sin embargo, a pesar de su origen griego, la palabra diamante en un principio fue utilizada y popularizada por los romanos, a través de su acepción popular de diamans, diamantis del latín vulgar y que después pasó al medieval escrito. Asimismo, no faltan mitos y leyendas alrededor de su creación que han llegado a nuestros días. Griegos y romanos consideraban a los diamantes lágrimas de los dioses, destellos de estrella o flechas de Cupido. Incluso Platón los percibía como seres vivos con espíritus celestes en su interior. Por su parte, la primera referencia conocida se remonta al siglo IV a.C., en la antigua dinastía india Maurya.

Los propios hindúes se consideraban a sí mismos descendientes de los diamantes, fruto de un rayo que golpeó a alguna de estas rocas. Los hebreos pensaban igualmente que un diamante era capaz de dictaminar la culpabilidad o inocencia de un reo, en función del vigor de luz que transmitiera enfrente del acusado. También poderes mágicos les otorgaban los romanos, por lo que los llevaban consigo en las batallas. Durante la Edad Media se preservó esta tradición pero en exclusiva para reyes, aunque se usaba del mismo modo para curar enfermos.

En suma, el diamante siempre ha despertado nuestro interés e imaginación, gracias a sus sorprendentes cualidades.