Considerados, según cantaba Marilyn Monroe, los mejores amigos de una chica, los diamantes son sinónimo de lujo y abundancia. No obstante, en países del tercer mundo, especialmente africanos, su extracción y tráfico han dejado un rastro de muerte y explotación durante décadas. Son los llamados diamantes de sangre o diamantes de conflicto.

La Organización de las Naciones Unidas define los diamantes de sangre o diamantes de conflicto como aquellos procedentes de “zonas controladas por fuerzas o fracciones opuestas a los gobiernos legítimos e internacionalmente reconocidos, y que son utilizados para financiar acciones militares contra dichos gobiernos o en contradicción con las decisiones del Consejo de Seguridad”.

Se trata, en definitiva, de diamantes extraídos en zonas de guerra y vendidos de forma ilegal para financiar, mediante sus ganancias, el coste del conflicto armado. Aunque no se especifica en la definición, los diamantes de sangre están asociados también a la explotación infantil, pues muchos niños son obligados a trabajar en minas de diamantes.

El término diamante de sangre fue acuñado por la ONU durante los años 90, cuando países productores de diamantes como Angola, Sierra Leona o Liberia estaban inmersos en guerras civiles. Fue a partir de entonces cuando se empezó a crear una mayor conciencia social sobre el problema, aunque durante todo el siglo XX la producción y venta ilegal de diamantes sirvieron para financiar conflictos armados en varios países africanos, como la República del Congo, la República Democrática del Congo, Costa de Marfil y Zimbabwe, además de los ya mencionados Angola, Sierra Leona y Liberia.

En el año 2000, la ONU, los Estados productores de diamantes, la industria del diamante y algunas ONGs pusieron en marcha el Proceso de Kimberley, un sistema que pretende garantizar que los diamantes que llegan al mercado no son diamantes de sangre. Se estima que un 99% de los diamantes en circulación cumplen con el Proceso.